por Joel Cintrón Arbasetti | Centro de Periodismo Investigativo
En el televisor se ve un mapa de Puerto Rico. El área sur de la isla está llena de círculos amarillos, azules y verdes que marcan los temblores de tierra que impactaron la zona en este 7 de enero del 2020. La meteoróloga Ada Monzón hace un informe junto al periodista Julio Rivera Saniel. Un defecto en el audio no permite que se entienda lo que dicen.
Las voces se escuchan con eco y distantes entre el bullicio de Café Rubén en la Parada 19 de Santurce. El televisor cuelga sostenido por un tubo que sale por un agujero del plafón del techo. ¿Aguantará un movimiento fuerte de tierra? Si no, caerá sobre la cabeza del hombre que mira el celular sentado en una mesa justo debajo. Este restaurante es uno de los pocos lugares abiertos en Santurce, luego del temblor de 6.4 en la escala Richter que provocó un apagón de madrugada y el desvelo del país que dormía tras la celebración del Día de los Tres Reyes Magos.
En la penumbra, poco antes de que saliera el sol, lo primero que se escuchó después del jamaqueo fueron las voces de las vecinas que salieron a la calle en el barrio Hipódromo de Santurce a comentar el temblor. “La puerta del closet se movía, tum tum tum tum”, dijo una. “Ayer se movió de un solo lado; hoy se movió por los dos”, dijo un hombre, que seguramente se refería a su cama, en donde el remezón cogió a la mayoría. Poco después del primer temblor a eso de las cuatro de la mañana, vino otro movimiento, y luego otro. Las voces se iban callando como si rápidamente se acostumbraran al baile telúrico. Enseguida se escuchó el motor del camión de la basura, el ruido de los drones y el ladrido de los perros mientras el sol comenzaba a despuntar. “Los animales lo sienten primero que los humanos”, fue el último comentario que escuché por la ventana desde esa reunión oscura y espontánea entre vecinos que provocó el movimiento de tierra.
“Terremoto en Puerto Rico”, se lee en la pantalla del televisor, sobre una imagen de cemento agrietado con una bandera de Puerto Rico, el nuevo fondo del noticiero de Wapa TV, en donde Julio Rivera Saniel conversa ahora con un psicólogo. “Manejo de emociones tras terremoto”, dice el cintillo en la parte baja de la pantalla. El hombre que estaba debajo del televisor en Café Rubén se levantó de la silla, fue a la barra y pidió una cerveza. Son las 3:47 de la tarde y seguimos sin luz. El hombre, ahora con la Medalla en mano, vuelve a colocarse en la mesa debajo del televisor. Mira el celular, lee un libro y sorbe la cerveza.
Una mujer de unos 70 años mira atenta al televisor. Se ven montones de bloques de cemento apiñados a la orilla de una carretera. Es una nueva imagen del desastre, distinta a los familiares postes de luz doblados o en el suelo. Muy diferente a la escena mojada de árboles arrancados y coronas de palmas despeinadas que dejan los huracanes. Es una imagen seca, de grietas y casas en el suelo. La mujer que mira la tele está sola, tiene el pelo blanco como algodón, blusa negra y gafas oscuras. En el cuello, una bufanda de tela fina azul turquesa y un rosario marrón grueso. Tan pronto vino la pausa comercial, su cabeza se desplomó, le quedó colgando del cuello como si se estuviese mirando el ombligo. Las gafas le tapan los ojos, pero supongo que cayó en un sueño profundo que venía aguantando desde esta madrugada. Mientras duerme sostiene el bastón plateado con fuerza. Luego de la pausa comercial, levantó la cabeza, justo a tiempo para ver el reinicio del segmento informativo sobre el nuevo desastre isleño.
En realidad, este desastre no es nuevo sino una repetición. No es la primera vez que hay temblores de tierra de forma continua en Puerto Rico. Recuerdo a mi abuela de Barranquitas decir que su abuela le contó que amarraba los calderos cuando cocinaba al fogón para evitar que se derramaran o cayeran al suelo por los continuos temblores de tierra. Mi abuela murió a sus 70 y pico a finales de los años 90. Nació en la década de los ‘20. Su abuela vivió parte del siglo XIX.
En su libro Un país del porvenir la historiadora Silvia Álvarez Curbelo apunta que “para Puerto Rico, 1867 fue uno de esos años que la memoria de los trópicos registra como calamitosos. Un huracán, meses de intermitente actividad sísmica y una sequía extraordinaria llenaron de pavura a las gentes… Los fenómenos fueron vistos como ‘tremendos vaticinios solo comparables con los postreros días del apocalipsis’”, escribe Álvarez Curbelo, citando a Vicente Fontán Mera, Inspector General de Instrucción Pública y Oficial de Hacienda que escribió una crónica titulada La memorable noche de San Narciso y los temblores de tierra, publicada en 1868.
Álvarez Curbelo señala además, citando a Fontán Mera, que “la fuerza irresistible de los elementos, que habían convertido a las casas y a los templos en frágiles barquillas, confirmaba que Puerto Rico vivía todavía a merced de una temporalidad natural acechada siempre por el azar… los desastres eran más bien un punto de llegada que un punto de partida, un golpe más para un país que experimentaba desde hacía tiempo una crisis fatal… Los eventos más dramáticos -el huracán San Narciso y los temblores de tierra- habían acaecido en un período comprimido de tiempo -los meses de octubre y noviembre de 1867-, pero, como en tantos otros tiempos de la historia de Puerto Rico, no hacían sino poner en relieve una postración de más larga duración. Los desastres se combinaron para acentuar una crisis de largo cocimiento y que convergía desde varias zonas simultáneamente”.
Los temblores del 2020 llegan, igual que los del 1867, en medio de tiempos calamitosos. Solo que ahora las calamidades se difunden al instante y se confunden con teorías de conspiraciones tecnológicas. A diferencia de la gente de Chile, Los Ángeles, California y México, quienes tienen “un sismógrafo en el alma” a decir del cronista Juan Villoro, la de Puerto Rico, versada en vientos huracanados, es inexperta en movimientos telúricos fuertes. Por lo tanto, somos proclives al mito y vulnerables ante la desinformación.
En estos días, un personaje asumió la tarea quijotesca de informar y derribar mitos con conocimiento científico: el geomorfólogo José Molinelli Freytes. En una emisora de radio que sintonicé al azar en un radio de batería, un cansado Molinelli Freytes explica elementos básicos de los temblores:
“El temblor son una serie de ondas, esas ondas son diferentes, llegan unas primero, unas segunda, unas tercero y otras cuartas. Es como una carrera de caballos. Todas salen a la misma vez del epicentro, pero hay unas que son más veloces y otras son más lentas”, explica Molinelli, quien dice que una de las ondas “crea un movimiento elíptico que da como un sentido de náusea cuando está ocurriendo”.
Mi hermana, que está en Naranjito, me cuenta que mi sobrino de 12 años vomitó a causa del temblor y del miedo. Todos los vecinos se reunieron en la marquesina de la casa de mi papá, cuya parte lateral está sostenida por largas columnas de cemento enterradas en una pendiente. Papi dice que confía más en su casa rural de la Farmers Home Administration que en la mía, un segundo piso de una casa vieja de Santurce. ¿Cuál aguantará más en caso de un terremoto como el de 8.8 grados que devastó a Chile el 27 de febrero del 2010?
La gente sigue llegando a Café Rubén para cargar los celulares, una escena que recuerda a la secuela del huracán María. Son las cuatro de la tarde y el comedor del restaurante se siente como una sala de espera. Una expectativa indescifrable enrarece el aire junto al eco del televisor, en donde hablan voces de la oficialidad, pero no se les entiende. A través del ventanal lateral se ve una bandada de palomas que vuelan rápidamente haciendo un círculo entre el estacionamiento y la Avenida Ponce de León. Recuerdo las palabras de la vecina en medio de la oscuridad de esta mañana: “los animales lo sienten primero que los humanos”. Nunca he visto una bandada de palomas tan alborotadas, pienso. O nunca les había prestado atención.
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