Campamentos de incertidumbre

Al borde de la carretera, así son los refugiados de los sismos.

Por Joel Cintrón Arbasetti | Centro de Periodismo Investigativo

Cualquiera diría que llevan ahí desde siempre. Que este es su hábitat, las áreas verdes al borde de la autopista o de la carretera. Pero una mirada de cerca a sus rostros revela que este no es su lugar, que los espacios que habitan ahora mismo no son más que un limbo en donde la incertidumbre y el miedo se mezclan con tristeza y coraje. Las casetas se empiezan a ver desde la autopista 52, llegando a Ponce, a un lado de la escultura monumental de letras rojas que forman el nombre del municipio. Allí varias familias formaron un campamento, como muchos otros que se ven en los distintos pueblos del área sur de Puerto Rico, que hace más de un mes son impactados por movimientos de tierra constantes.

Algunas de estas familias perdieron sus casas y otras no pueden volver a ellas por peligro de que colapsen o simplemente por temor a que les sorprenda allí otro terremoto. La mayoría abandonó sus hogares luego del temblor de 6.4 en la escala Richter que retumbó en toda la isla el 7 de enero a eso de las 4 de la mañana. Las réplicas continúan. Los campamentos familiares se formaron como alternativa a los refugios que estableció el Gobierno. Algunos rechazan el procedimiento burocrático que hay que pasar para estar en ellos, y otros los consideran inseguros. Sobre todo impera un instinto tribal de mantenerse en familia y comunidad.

Más de la mitad de las personas que viven en los pueblos más afectados por los temblores viven bajo los niveles de pobreza. Guánica es el municipio más pobre de Puerto Rico y de todos los territorios de Estados Unidos, con una tasa de pobreza que fluctúa en 65.1 por ciento. En Peñuelas es de 57.3, Ponce 52 y Yauco 50.4 por ciento, según el Centro de Información Censal de la Universidad de Puerto Rico en Cayey. En los campamentos hay personas de todas las edades. Algunas perdieron su empleo por el terremoto. Otras se quedaron sin escuela. Sobreviven de los suministros que llegan espontáneamente de parte de ciudadanos, como un camionero, que paró al borde de la autopista y bajó la loma que lleva al campamento para entregar una caja con alimentos.

 Rubén Rodríguez

Rubén Rodríguez. Foto: Luis Vidal | CPI

La casa de Rubén Rodríguez y la de otros que acampan fuera del refugio del Gobierno, está cerca del “punto débil” de la Bahía de Guánica. “Están dentro de la barriada Esperanza, que eso, en tiempos de antaño, también fue propiedad de la mar, de la naturaleza. Y ya pues el hombre, según el proceso de los años, ha ido invadiendo y nosotros sabemos que llega el momento en que la naturaleza viene a pelear por lo suyo. Y eso es normal de la naturaleza como tal y tenemos que respetarlo”, dice Rubén, aguantando una tableta digital por la que hace unos minutos le comunicaba a alguien que se encontraba bien.

Su casa se desplomó completamente. Era una casa “en socos”. “El primero lo resistió. Estuvimos una semana tranquilitos hasta que llegó el del día 6 y el concreto descompactó. Pero ella todavía seguía en pie”. Al otro día, ya se había desmoronado. Vivía ahí con su hija de dos años y su esposa. Tiene 48 años y lleva tiempo desempleado.

Decidió acampar aquí, en un pequeño terreno entre árboles y arbustos al borde de la calle 333, porque en el refugio del Gobierno, que está a unos pasos, se controla el acceso. “Ellos querían que nosotros firmásemos o llenásemos unos papeles para tener el derecho de estar allá adentro y se nos iba a poner una banda en la muñeca como que estábamos pernoctando allí”. La banda que le ponen a los refugiados en la muñeca está numerada, y para Rubén, no es necesaria. “¿Cuál es el temor? No existe, no debe de existir temor porque todos estamos pasando por la misma y estamos en el mismo barco”.

La razón principal que tiene para acampar fuera del refugio oficial es la seguridad. En el refugio del Gobierno, “el terreno es angosto, la salida es angosta para tantos ciudadanos; más de 350 dentro del terreno. Más los vehículos pesados que tenían porque ahí estaba un truck, un hospital ambulante y unas cuantas facilidades médicas más, que eso es importante, es necesario, pero el espacio no es lo suficiente como para albergar un pueblo y siete barrios”.

Lourdes Gilbert. Foto: Luis Vidal | CPI

Lourdes Gilbert

Su clan de cuatro (hija, nieta, esposo y abuelo) fue el primero en llegar a un terreno al borde de la carretera 333 de Guánica que se convirtió en un campamento independiente al refugio del Gobierno. Luego fueron llegando otros. El refugio gubernamental, que está a unos pasos de donde acampan, les negó un inodoro portátil que habían solicitado. Por eso su esposo improvisó uno con paneles de madera y sábanas. A las cuatro de la tarde, unos cuantos perros saludan al que llega un grupo de niños y niñas de entre tres y 10 años juegan por los alrededores del campamento.

La casa de la hija de Lourdes Gilbert en la barriada Esperanza de Guánica colapsó completa. “Ella lo perdió todo”, cuenta sentada en una silla de playa, al lado de su abuelo de 90 años, quien no puede caminar. Está acostado en un catre.

“Aquí yo me siento más segura que entrando a un refugio donde, si hay que sacarnos de emergencia, se va a formar un caos para poder salir. Y aquí yo puedo salir rápido con mi familia”, dice Lourdes, quien antes de los temblores trabajaba como asistente (de maestra) de niños de Educación Especial en la escuela Superior Áurea E. Quiles de Guánica. “Yo creo que ya colapsó la rampa. Las dos rampas que habían colapsaron y creo que la escuela no pasó inspección… ahora estoy indefinidamente sin empleo”.

“La casa mía está de pie, pero ha recibido tanto sacudido que yo le tengo miedo. Yo le cogí miedo. Cada vez que yo subo a mi casa es como si el temblor supiera que yo llegué a mi casa y subí. Porque cada vez que subo, tiembla de nuevo”, dice Lourdes, quien duerme en su carro y estará en el campamento de forma indefinida, o “hasta que la naturaleza me lo permita”.

Carmen Matos. Foto: Luis Vidal | CPI

Carmen Matos

Carmen Matos, de la barriada Esperanza en Guánica, recién cumplió 71 años. Estaba en el refugio del Gobierno, en las inmediaciones del Coliseo Mariano “Tito” Rodríguez de Guánica. Ese lunes, 13 de enero, había allí 12 carpas y 535 personas registradas. En su casa el baño se agrietó un poco y “todo lo de adentro” se rompió. Cuando le pregunté si había celebrado su cumpleaños, contestó, entre carcajadas: “¿Cómo vamos a celebrar cumpleaños?”. Como si la idea de celebrar bajo esas circunstancias le pareciera absurda. Luego posó y sonrío para la cámara. Poco después, a las 4:46 de la tarde, la tierra tembló por unos segundos. Otra réplica, esta vez de escala 4.1.

Ricardo Rivera. Foto: Alberto Bartolomei | CPI

Ricardo Rivera

Se supone que esté en la escuela, pero ahora pasa los días en un campamento que se estableció en un área verde entre la autopista 52 y la carretera número 9 que va hacia Adjuntas. Ricardo Rivera es estudiante de la escuela superior Dr. Pila de Ponce y teme perder su último año de estudios debido a la falta de clases como consecuencia de los terremotos.

“Yo espero que, de verdad, el Departamento de Educación allá tenga un plan para nosotros. Porque en verdad yo no quisiera perder un año de mi vida, porque yo quiero estudiar enfermería, quiero ir para allá afuera, a Buffalo, New York, para ejercer mis estudios. Entonces este año es muy importante, es grado doce, mi último año y es muy importante tener esas notas buenas para poder entrar a una universidad buena también. Así que espero eso, que el Departamento tenga algún plan, como cuando pasó María, que crearon un trabajo grupal, un experimento total, del ambiente, de cualquier tema que hayas escogido. Un video, un informe oral y el escrito, vale como 300 puntos”, como equivalencia del semestre escolar.

Ricardo, de 17 años, tiene una perrita entre sus brazos, Valentina. Está acampando con su abuela y su abuelo, operado del corazón hace apenas un mes. En la casa donde vivía con ellos, en el barrio Playa de Ponce, “los socos explotaron”, el terreno está cayendo y en el patio se abrió una grieta por donde se está colando el río que pasa por la parte de atrás. “El balcón se despegó de la casa y así”, cuenta, con voz baja, mientras acaricia a su perra. Comenzó a acampar aquí desde el 7 de de enero. El primer remezón de ese día, a eso de las cuatro de la mañana, lo sorprendió en su cama. Y como estaba bien orientado, ya que su abuela había ido a charlas sobre terremotos, se lo tomó con calma.

“Cogí la perra, me tiré al suelo como se supone, al lado de la cama, no abajo porque dicen que no. Y cuando paró el temblor yo salí con calma, no corrí tampoco porque puede perder uno el balance. Y así fue; ellos hicieron lo mismo y salimos todos bien con el plan de emergencia que tuvimos y salió exitoso. Nosotros vivimos en un área que es área de tsunami, nosotros vivimos al lado de la costa, como a cinco minutos. Entonces, al pasar un temblor así fuerte, tenemos que salir. Pues ya teníamos todo preparado, el carro afuera por si acaso, las llaves en su sitio, el bulto, salimos y llegamos hacia acá que es el área más segura que nos dijeron”.

Pero se habían olvidado de Leonardo, la cotorra, así que tuvieron que regresar a la casa. Y allí los cogió el segundo temblor del día, el de las siete de la mañana, de nuevo en la casa.

En el campamento, en la falda de una loma con árboles de caoba dominicana que sube hasta la autopista, Ricardo pasa las noches con amistades y hablando con la gente que llega. “Yo he estado de camping, y yo lo he cogido esto como un camping”, dice entre risas.

“Aquí no ha venido nadie del Gobierno, por ahora, más que FEMA una vez”, dice con la mirada hacia abajo. “Lo que se ha visto bonito es lo del pueblo, la ayuda del pueblo, que lo han hecho ellos del corazón. Del Gobierno no sé decirte, no han hecho nada”.

Alí Aponte. Foto: Alberto Bartolomei | CPI

Alí Aponte

Es casi mediodía y lleva despierto desde la una de la mañana. A esa hora un temblor le quitó el sueño y se fue al balcón de su casa de madera en el barrio Playa de Ponce. Prendió un cigarrillo y se quedó allí, fumando hasta el amanecer. Desde su balcón, Alí Aponte, de 74 años de edad, ve a su vecina, que también vive sola y no puede dormir.

Alí dice que los temblores lo tienen “paniquia’o”, en pánico, pero cuando ve a su vecina nerviosa, le dice que se calme. A veces él va a la casa de ella o ella va a la suya, que se sostiene con bloques porque el temblor del 7 de enero le tumbó siete socos. Perdió todo lo que tenía adentro, incluyendo la compra que recién había hecho.

La mayor pérdida que tuvo con el remezón telúrico fue su mascota, una cotorra de 12 años que tuvo desde que era bebé. Estaba en el balcón con la jaula abierta con la idea de que si pasaba cualquier cosa pudiera volar. Pero la jaula cayó al suelo y la aplastó. Alí lloró su muerte.

Estaba en uno de los campamentos que se han formado en Ponce visitando a sus vecinos, que son como su familia, y a veces lo buscan y lo sacan de su casa. Por lo regular Alí se mueve en bicicleta o triciclo. Es natural de la Playa pero vivió 48 años en Nueva York. Allá era handyman, “el number one”, dice, “arreglando buildings”, en el Bronx, en Brooklyn y en toda la ciudad. Ahora vive con lo que recibe del seguro social y tuvo la suerte de que su casero le condonó la renta de este mes para que mandara a hacer los socos que le tumbó el temblor a su casa. Luego del 7 de enero estuvo cuatro días en un refugio. Después volvió a su casa y ahora duerme allí, o trata.

Luz Sánchez y Annie Doris Rodríguez. Foto: Alberto Bartolomei |CPI

Luz Sánchez

En la sala de la casa de Luz Sánchez las cosas que estaban en las paredes y en un tablillero ahora están en el piso, en un sofá y en una butaca. Hay espejos, figuras de cerámica y cuadros. La casa es amplia, con un pasillo largo que lleva a tres cuartos y dos baños. En un baño hay un florero con flores artificiales tirado en el piso y un peluche sobre el inodoro.

Remanentes de los temblores que por ahora, mientras siga temblando la tierra, no parece que valga la pena volver a colocar en donde estaban. Luz mismo construyó esta casa hace 40 años. Terminarla le tomó más de una década. Fue levantada sobre columnas largas de cemento al borde de la carretera empinada del barrio Encarnación de la comunidad Tallaboa en Peñuelas. “Yo la hice lo más fuerte que pude con el presupuesto que tenía. Pero con los terremotos yo pensaba que estaba en el suelo. Yo dije ‘se cayó la casa’”. La casa sigue allí, pero después de 40 años de vivir en ella no puede habitarla y no sabe siquiera si podrá volver a vivir en ella. Tiene grietas visibles en los cuartos y en la marquesina, en donde se desprendieron pedazos de cemento.

Por ahora, Luz duerme en la casa del hermano de Annie Doris Rodríguez, su esposa, en el barrio Coto Laurel de Ponce. Luz, de 63 años, era viudo y se casó con Annie hace dos años. Lleva más de tres décadas pensionado debido a un accidente. Mientras trabajaba en la construcción del hospital Dr. Pila de Ponce, se cayó de un andamio que estaba a 50 pies de altura, se rompió la columna vertebral y las piernas. La recuperación le tomó entre cuatro y cinco años. Ahora se dobla para quitar las guirnaldas de navidad que todavía adornan la marquesina de su casa verde y naranja con tejado. Luz no sabe a dónde ir para solicitar ayuda de FEMA. Pero no tiene mucha fe en esa agencia, porque luego del huracán María, que también le hizo daño a su casa, solo le dieron $350. Luz lo recuerda y se ríe al repetir la cantidad, “$350”, mientras sigue desenredando las guirnaldas, una tarea que le puede tomar el tiempo suficiente como para que lo sorprenda aquí otro terremoto.

Heidy Torres. Foto: Alberto Bartolomei | CPI

Heidy Torres

En la entrada de una de las calles de la urbanización Villas del Cafetal, en Yauco, hay un letrero hecho a mano que dice “La comuna”. Al entrar se ve que algunas casas tienen un sello amarillo, rojo o verde en la pared del frente. La de Heidy Torres, que es de dos pisos con tres cuartos y balcón, tiene el sello amarillo. Eso significa que debido a los temblores, no puede usar los cuartos, la sala ni el patio. Su casa es inhabitable. En esta sección de la urbanización hay por lo menos siete casas en la mismas condiciones. Por eso la vecindad reactivó “La comuna”, la cual data de hace dos años y medio.

“Desde María siempre nos hemos llamado La comuna, ya que siempre, aunque no teníamos luz ni agua, nos sentábamos todos a hacer lo mismo. La única estufa de gas era la de mi casa y pues yo iba, cocinaba en mi casa y todos comíamos aquí. Y desde María nos hemos queda’o ‘La comuna’”, cuenta Heidy.

Esta mujer, ama de casa de 38 años, llevaba 18 años viviendo en esa casa que ahora ve, sentada en una silla de playa, desde el otro lado de la calle. Está sentada detrás de una mesa plegadiza en la que hay una pecera pequeña de plástico. Adentro está “Juan Beta”, su mascota acuática azul. Debajo de la mesa está Caramelo, un perrito peludo que duerme la siesta cerca de sus pies. La hija de Heidy es estudiante en la Escuela Hotelera de Mayagüez y también duerme en la carpa, frente a su casa.

Heidy cuenta que todas las ayudas que han recibido han sido “fuera del municipio y del gobierno. Simplemente un día que aparece una guagua del municipio con comida. Pero es como un día sí y dos no. Nosotros cocinamos y comen todos, desde abajo hasta arriba y si sobra, le llevamos a la otra calle”.

En Guánica hay un campamento a solo pasos del refugio del Gobierno, y sus habitantes ven pasar a funcionarios sin que estos se detengan a darles alguna ayuda o por lo menos a preguntar si necesitan algo. Los centros urbanos de los pueblos de Ponce, Guánica y Peñuelas lucen desiertos y con ruinas. En algunas calles se ve que la gente come su cena en la acera, evitando estar debajo de un techo.

Carlos Feliciano. Foto: Luis Vidal | CPI

Carlos Feliciano

“Cuando llegan los refugiados hay un registro, se les pregunta, evalúan, nombre, dirección, teléfono, si perdiste la casa, cuáles fueron los daños, las condiciones que tú tienes de salud, todas esas cosas. Hay un registro, hay unos requisitos específicos. Se le explica que mientras esté en el refugio tiene que permanecer aquí”, explica Carlos Feliciano, coordinador de emergencia del Departamento de la Vivienda destacado en el refugio del Gobierno en Guánica.

Para repartir los catres se hace un listado y en ese momento faltaban cuatro, porque “no se habían podido coordinar” porque los empleados de Vivienda, como él, estaban en una reunión, según dijo. Carlos lucía preocupado, como quien tiene muchas cosas en la mente. Entre ellas, más de 500 refugiados, y proyectar una buena imagen de la respuesta del Gobierno a la crisis tras los terremotos. “Aquí está el Departamento de Salud, Recreación y Deportes, Departamento de la Familia, Guardia Nacional. Hay diferentes servicios que el Municipio le está brindando a ellos. No se han dejado desprovistos”.

El funcionario de Vivienda dijo que no sabía sobre los campamentos que hay fuera de los refugios del Gobierno, a pesar de que hay uno, grande y visible, en la calle que toma todos los días para venir a trabajar.