| Centro de Periodismo Investigativo
Son más de las 8:00 de la noche del viernes y mi futuro inmediato está a merced de tres q-tips y dos tubos de sangre que van rumbo a un laboratorio. Los q-tips llevan una muestra que me tomaron en la nariz y otra de la garganta para examinar si tengo influenza o coronavirus.
Hace cuatro días, cuando recibí el email de los organizadores de la conferencia donde estuve por cuatro días en New Orleans, les eché hand sanitizer a dos amigos con quienes cenaba. Me informaron que uno de los asistentes a esa conferencia había dado positivo al coronavirus.
Por primera vez no siento el frío helado de los hospitales. Estirar el cuello hacia atrás me provoca dolor en el pecho como si se partiera en dos partes. Mis gérmenes deben haber inundado la cama, el piso, en fin, el cuarto de aislamiento donde me encuentro. Mi tos se ha multiplicado desde que me ordenaron ponerme la mascarilla blanca. La fiebre llevaba dos días en los 99.9, pero ahora bajó a 97.
“Si mi madre se entera de que estoy aquí por el coronavirus, se muere del susto”, pienso.
“Mi hijo no sabe nada. ¿Cómo se lo explico? Está solo en Florida y se pondrá nervioso”, me martillan los pensamientos que se intercalan con un dolor de cabeza punzante.
“Esto es una monga, esto es una monga”. Así me repito, como un mantra.
Llegué hace minutos a la sala de emergencia de un hospital en Caguas. Ya el Departamento de Salud – a través de sus epidemiólogas – se supone que se hubiera comunicado con el personal del hospital para que me recibieran con las precauciones de rigor.
Trato de disimular mi estado, pero la tos me traiciona frente a los tres o cuatro pacientes en la sala de espera. Ya la mujer de seguridad me había ordenado colocarme una mascarilla.
Cuando salgo a toser, me ordenan entrar al cubículo de “triage” para el protocolo de evaluación de rigor.
La enfermera me pregunta: “¿Por qué vienes?”.
Otra enfermera se encarga de tomarme la temperatura, que ya había bajado, la presión, que estaba un poco baja, y de preguntarme si había viajado a China. “No, pero en los últimos 15 días he estado en Nueva York, Florida, Georgia y Luisiana, donde una persona que asistió a la misma conferencia en que estuve dio positivo al virus”. “Esto es una monga, esto es una monga… Mi hermano, mi cuñada… mierda. ¿Cómo se lo explico?”, razono en mi cabeza.
La enfermera me dirige al cuarto de aislamiento sin parar de repetir: “no te quites la mascarilla”. Aunque se rocía alcohol varias veces en sus manos, a mí me empieza a preocupar que ella no tuviera guantes ni mascarilla.
Sin saber que podía haber estado expuesta, el martes pasado cené con un amigo y una amiga en un restaurante mexicano. “¿Cómo les explico que ahora estoy en un cuarto de aislamiento, porque tengo los síntomas de la enfermedad que está en los titulares de todo el mundo?” Respiro.
Quiero abrazar al doctor cuando entra a mi cuarto. No sé cuántas batas azules lleva puestas, pero me da la impresión de que debe estar sudando la gota gorda. Solo queda al descubierto un poco de su frente, pues sus piernas, pies y manos están completamente protegidas.
“¿Estaré en una escena de la película Outbreak, aquella sobre la epidemia del ébola?”
No, no, no. Este es el protocolo para cualquier enfermedad que requiera aislamiento como el sarampión, la tuberculosis… Los doctores deben usar las máscaras, guantes, batas y cubrir hasta sus zapatos.
“Esto es una monga, esto es una monga”, me repito.
Alíneo la mirada con su estetoscopio amarillo. Parece de goma, de juguete. Será desechable tan pronto toque mi espalda y mi pecho.
La mesa donde va la bandeja de comida queda entre medio de nosotros. Claro, sin comida. Él está parado y yo sentada a la orilla de la cama. Un papel blanco con las cinco fechas de mis últimos viajes es la ficha de juego sobre la mesa. Yo toco el papel y él, con disimulo, se echa un poquito para atrás. ¿Sería ese itinerario escrito en el papel la estocada para dejarme recluida? Quería zapatearme. Y mi tos no ayudaba, así que traté de no toser más. Era imposible. Estaba muy cansada.
La enfermera llegó igual de envuelta en batas azules.Vino a hacerme las pruebas de rigor. Tenía tres guantes, me dijo.
Introduce los largos q-tips en cada orificio de la nariz. No duele, pero me molesta como si me hubiera dado un golpecito en la nariz. Suelto una lágrima por la sensación o ¿por la incertidumbre? Luego, el tercero va directo a la garganta.
“Esto es una monga, esto es una monga”, sigo coreando.
Lleno unos formularios de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC) y otro del Departamento de Salud. En serio, estoy muy cansada, y quiero irme a casa.
“He limpiado todos los asientos de los aviones que he abordado; cargo con hand sanitizer que de tanto untarlo me tiene las manos resecas; pasé alcohol a todas las computadoras que usé en la conferencia; limpio mi teléfono a cada rato; me lavo las manos todas las veces que puedo. Limpié los zapatos, desinfecté la maleta que usé, lavé la ropa tan pronto llegué a Puerto Rico”, repaso en mi mente mientras espero al doctor.
“Todo está bien”, me dice después de haberse vestido nuevamente con las batas, máscaras, guantes, estetoscopio. ¿Cuánto dinero se necesitará para pagar estos materiales? Tienen que botarlos nuevamente.
Di negativo a la influenza. Tengo que esperar de 24 a 48 horas por el resultado del coronavirus. El doctor me ordena seguir la cuarentena por 14 días en mi casa. Si siento que me falta el aire, debo regresar de inmediato al hospital.
Por fin, le veo mejor la cara a la enfermera que me atendió a través de los cristales de las dos puertas del cuarto de aislamiento. Podría ser mi hija. Con el distanciamiento de seis pies, me indica la ruta por dónde debo salir, mientras dos colegas suyos bloquean la ruta para evitar mi contacto con otras personas.
No pasaron 24 horas cuando recibo una llamada para informarme que la prueba había dado negativo. Respiro hondo, muy hondo. Suelto una risa nerviosa. Entiendo que si había tenido miedo no era por mí, sino por los míos, por mis familiares, mis amigas y amigos, mis colegas. Conocí gente el martes. ¿Cómo les explico?
Qué suerte que la prueba no la mandaron al CDC en Estados Unidos. Hubiera tardado mucho más. Ha habido días que el CDC sólo ha podido examinar menos de 100 pruebas.
Las medidas de aislamiento que tomé ante esta situación fueron más que correctas. Eran imperativas. HAY QUE QUEDARSE EN LA CASA.
De repente, es inevitable pensar en el doctor y las enfermeras que me atendieron durante mi breve estadía en la sala de emergencia, en las epidemiólogas, en los cientos de profesionales de la salud y trabajadores expuestos a esta situación por su oficio. Ponen sus vidas en riesgo por los demás. ¿Cómo hacen para no besar y abrazar a sus familiares cuando llegan a sus casas? ¿Cómo manejan el estrés de las largas horas de trabajo? ¿Cómo manejan las preguntas para las cuales, aún el mundo científico, no tiene contestaciones?
Son verdaderos héroes y heroínas. Lo mío es una simple monga.
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